Son las once de la mañana y Cracovia despertó hoy regada de sol y de deseo. Camino solo. El resto de la expedición surca ya este cielo abierto y zarco rumbo a sus países de origen. Hace pocos minutos descabalgué mi equipaje en la Estación Central de Ferrocarril. Necesito sentirme libre, tal vez ingrávido, estas últimas horas en Polonia. Inhalaré lentamente el vaho de los días vividos, y echaré un vistazo atrás volcando mi cuerpo sobre la inmediatez del pretérito. Siento que he participado de una acción conjunta, de un golpe de vida, de un torrente excelso. Sentado en el Café Prowincja, repaso instantes, rostros, texturas, destinos probados... Un expresso, un croissant relleno de chocolate, un agua mineral y un disco de bebop engrandecen aún más el momento.
En voz baja pienso si este país significó siempre en mí un exotismo con alma, una isla en Europa refugio de corsario huido o quizá, una meta prorrogada de sueños nunca escritos. De lo que sí estoy seguro es de lo que supondrá a partir de ahora: un puerto de entrada en mi memoria, un nudo en la garganta construido de madera y de futuro, un enlace de dos cuerpos cercanos prósperos en vida y en azares inciertos. Jamás una ceremonia impregnó tanto la piel, un sentimiento de dicha y de fortuna serpenteó el cuerpo de los allí presentes.
Venidos de más de cinco países diferentes, seducimos al idealismo con días y noches de hechizo y prestidigitación. Los sótanos de Cracovia, las calles del Barrio Comunista, los restaurantes de la Calle Bracka, o el poder de las velas y la música en el Barrio Judío fueron antesala perfecta para el día clave: la boda en Gorlice. Embriagados de felicidad y Vodka saboreamos el placer intenso de la amistad y el encuentro. Yo quedé mudo, taciturno ante la ola de instantes y felicidad que me embargaban de manera constante. Recordé tanto pasado en tan pocos días. Qué delicia como ejemplo aquel paseo con Friedrich por el bosque de Gorlice previo a la ceremonia. Y de lo que pasó tras la misma, de las seis cenas y el self-service obelixiano, de las pompas y las luces de colores, de la música y el baile, de las cerca de noventa botellas de Vodka que sirven ahora para dejar mensajes en alta mar, de la movida de los años ochenta y la resurrección de rockola en las salas de aquél palacio de finales del S. XIX, de lo prohibido, de lo que no se cuenta ni se escribe, de creer una vez más en el milagro de la vida y en los sueños cumplidos, del amor, y de otras tantas cosas de las que no hablaré más por ahora.
No hace mucho un amigo cercano me preguntó si creía en la magia. Supongo que entonces contesté a la pregunta dubitativo. Desde la Iglesia de madera de Sekowa, mientras sujetaba los anillos que sellarían el enlace de mi querida pareja, le respondería seguro esta vez. Sí, definitivamente sí, creo en la magia y en un Dios polaco.
Ángel y Kasia, gracias. Os quiero.
3 comentarios:
Sumergirse en tus palabras y en el testimonio de tu mirada siempre es un placer.
Realmente no tengo palabras para describir lo que he sentido leyendo estas lineas... No sabía que iba ha encontrar cuando me has invitado a visitarte, pero me he quedado impresionada.. Gracias por dejarme participar de tus palabras!
Besitos
PD: Eres una caja llena de sorpresas ^^
Gracias hermano montañés, esa experiencia tan fantástica que compartimos se engrandece con tus palabras.
Nosotros también te queremos
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